XXII. Los acantilados
Al agua le dolían las pisadas de fugaces gaviotas ahuyentadas por el tiempo. Volvían barcas lejanas a dormir junto al atardecer desnudando la palabra que bendice la mañana.
Las peñas salpicadas por las olas estallaban con el quejido de la marea y su grito se desvanecía con la niebla constante que pueblan los acantilados. Aves blancas y aves negras girando en perfecta armonía volaban hacia el destierro como esa extensa imagen que congrega la luz y la sombra.
Ahí nacieron las voces fatigadas de los dioses, ahí durmió mi piel labrada por el sol como una mano que te oculta y te abraza.
Arena dorada:
el silencio de los cuerpos
descalzos
Lentamente
la noche se acodera
entre las barcas
Alfonso Cisneros Cox