XXVII. Los cielos y los soles, los mares, los bosques
Me moría de sed y fui a por agua a un bar del pueblo que queda en el extremo de la obra, donde no están ahora las máquinas. Y estoy de vuelta. El cielo es azul, que es el color de nuestra atmósfera cuando el sol la ilumina. Tal vez sea el sol, o la sed, pero siento que deliro un poco. Tal vez sea el paisaje irreal que atravieso. Una ancha explanada de desmonte, kilómetros a través de un bosque, que con el tiempo y un empeño que no siempre comprendo habrá de ser una autopista. Nada más que esta lengua de tierra delante, árboles a un lado y a otro, y detrás el polvo que deja mi todo-terreno. Y detrás del polvo, el mar un tanto difuminado, pero de un azul intenso al final. Y azul también, pero más tenue, encima del mar el cielo. Y el sol en él. Las máquinas lejos, las casas lejos, ningún vestigio humano excepto yo y mi Terrano. Y la música que sale a todo volumen por sus ventanillas bajadas, que es de la época más rock de Tina Turner, cuando cantaba como los mismos ángeles, que, por cierto, un día como hoy volarán a otros cielos más al norte, más al fresco. Me beberé las tres botellas antes de que se calienten y, ya refrescado, a espaldas de estos mares, bajo estos cielos, entre estos bosques, correré a sumar mi propio empeño incomprensible al otro extremo de esta obra.
Cielo sin nubes.
Más alto cada círculo
del ratonero.
Luis Carril García