XXIV. El bicho verde
Antes de ayer mi puerta lucía impoluta. Ayer se posó un bichito en ella. La puerta es blanca y el bicho era verde. En el mismo centro, destacando bien. Era pequeñito, pero tenía unas formas muy esbeltas, como si su cuerpo fuese músculo en lugar de quitina, como una rana ágil y presta a saltar. Pero bicho, sí. Pequeño y de un verde metalizado que reflejaba el sol en la superficie de sus élitros. Diría, pues, que bonito, como un broche o un pendiente.
–Está bien -le dije-. Puedes quedarte aquí, pero ahora voy a abrir la puerta y más te vale que no entres, o ya sabes a lo que te arriesgas -concluí señalando la escoba.
El bichito, obediente, se quedó en la puerta. La leve brisa veraniega agitaba sus antenitas.
Esto es el campo y hace buen tiempo. Y con el buen tiempo en el campo la vida se manifiesta exuberante, estalla. Al día siguiente, de vuelta a casa, al cruzar la escalera, ahí estaba. La vida. Un moscardón me obliga a espantarlo al efectuar una trazada al límite frente a mis gafas, unas hormigas aprovechaban las gotas de zumo seco de la nectarina que mordí ayer; una araña se esconde huidiza bajo un peldaño al verme, sus telarañas refulgen cuando el sol incide sobre ellas de determinada manera; varios bichitos sin fortuna han quedado prendidos en ellas desde la cancilla hasta la puerta. Oh, la puerta.
Sigue en la puerta, el bicho verde. En el mismo centro. Me aproximo, lo observo más de cerca. La brisa marina, que en mis escaleras siempre pasa haciendo corriente, sigue agitándole las antenitas; los mismos destellos del sol (¿tal vez más apagados?); el mismo verde. O bien nuestro amigo se toma las cosas con mucha calma y decide cada movimiento tras muchísima reflexión o bien está muerto. Bueno, pues creo que está muerto.
Un bicho verde
en mitad de mi puerta,
muerto de viejo.
Vaya. A ti habría que condecorarte, bicho. Con lo dura que debe ser la vida de bicho ahí fuera; con la de picos, dientecillos, tenazas, aguijones venenosos, telarañas, suelas de zapato, ruedas de bici, infantes sádicos, pirómanos, etc., que esperan al acecho en cada rincón y a cada momento, vas, sorteas todo esto y sabe Dios qué cosas más, trepas a mi puerta y dices "hasta aquí hemos llegado". Tu pequeñita cantidad de vida se vino a agotar justo aquí.
A veces no, pero a veces uno sí piensa que hay un Orden detrás de todo este Caos que es la Naturaleza. Todo el día siguiente permaneció el cuerpo sin vida del insecto en mi puerta, indemne. Ningún pájaro pasó por allí para llevárselo como bocado fácil en el pico, ninguna araña lo envolvió en su tela como alimento. Parecía que la naturaleza estaba honrando la proeza de nuestro pequeño amigo, mostrándosela como ejemplo a los demás seres -yo incluido-. En el aire se presentía como un discurso panegírico de la Madre de Todos: "Aquí tenéis a un héroe que sacó el máximo partido a su vida. Se apareó. Libó una flor. Cazó con destreza a otros más débiles, huyó con prudencia de otros más fuertes y nadie más que mi inexorable ley puso fin a su vida. Que nadie ose tocarlo y sirva su cadáver como modelo para todos aquellos que..."
Pero la mañana del segundo día puso fin a mis pastorales y alegóricas ensoñaciones. Seguramente debió de ser esa misma ley inexorable quien lo hizo. Mi puerta volvía a lucir impoluta.
Luis Carril García