XXIII. Donde el pueblo empieza a ser campo
Yo pensaba que conocía el pueblo, que después de llevar unos meses trabajando en él, lo conocía. Que sabía a qué hora salían los niños del cole y se formaba atasco. En dónde ponían el café más rico. De qué partido era el alcalde. ¿El pueblo?, yo lo conozco, decía. Pero no, estaba equivocado. El pueblo yo aún no lo conocía.
A los pueblos, como a las personas, sólo se les conoce después de despertar juntos. Negocié con mis jefes. Mi casa quedaba muy lejos de este nuevo destino de trabajo. Conseguí un extra para alquilar algo aquí. Busqué. Conseguí teléfonos, concerté citas con los caseros y visité las casas. Muchos eran apartamentos desangelados, para turistas de sol y playa.. No me imaginaba pasando inviernos en ellos. Estos eran los más baratos Y después de mucho buscar, la encontré a ella.
Mi casita es pequeña, es de hecho la mitad de una casa, después de una herencia. Mi casera vivía allí encantada y sólo se fueron a un piso más grande cuando fue mamá. Se nota que fue amorosa vivienda porque los muebles son exquisitos. Aquí vivieron humanos cálidos. A la puerta de entrada la precede un pasillo donde en verano refresca la corriente. Las ventanas dan nada menos que a la ría. Está en donde el pueblo empieza a ser campo.
El primer día que iba a dormir allí sentí que estaba accediendo a estancias del pueblo a las que no había llegado antes, cuando iba y venía. Nunca había visto, por ejemplo, atardecer allí, cuando sus habitantes con afán se dedican a lo que todo español: el paseo y las terrazas. Me pareció como una mujer desmaquillándose, menos impactante tal vez, pero más familiar, más cercana. Por la noche, grillos y un breve duelo de ladridos. Por la mañana un gallo. Para mí un sueño. Empezaba a conocer el pueblo.
pequeño puerto,
una de las barquitas
de nombre "envidia"
Luis Carril García