XXI. Trajes oscuros
En una sala del velatorio estamos nosotros. En la sala contigua, otras personas. Nuestro difunto arrastraba una larga y penosa enfermedad. En nuestra sala, pena y alivio comparten ambiente. En la sala de al lado las escenas de dolor son más, y más trágicas. Ellos son menos. Nosotros muchos, muchísimos. La familia de los hijos al completo, pero también las familias de las mujeres, hasta segundos o terceros grados de parentesco. Vecinos de ahora mezclados con vecinos de siempre. La familia por desgracia protagonista, se siente profundamente arropada, feliz en la desdicha. Es conocido su humor negro. A la hora de la merienda alguien manifiesta su enorme hambre y su intención de acercarse a la cafetería "por un bocadillo, de fiambre, a poder ser". El punto álgido se sitúa en las primeras horas de la noche, cuando la gente, sencilla, llana, trabajadora, ha tenido tiempo de llegar a sus casas, asearse y tomar un bocado. Ahora están todos aquí. Abrazos, besos, cariños. ¿Y Pilar? Bueno, tirando, como siempre, unos días mejor que otros. Ya me dirás cómo haces para estar así, hecho un chaval. Toñito, salúdame siempre, fenómeno. Por todas partes conversaciones, cálculos del tiempo que hace que no nos vemos, alabanzas sobre la belleza de la nueva generación -que más bien se aburre- y sobre sus parecidos. ¿Y éste es el de Loli? Tú ya no te acuerdas pero yo estuve en tu Primera Comunión. Si te veo por la calle no te conozco. Abrazos, besos, cariños.
Mañana es día de escuela y de trabajo. La noche avanza y la gente se va retirando. ¿Dónde están los de la sala de al lado? ¿Cuándo se han ido? Los funerarios ofrecen la posibilidad de quedarse a pasar allí la noche. Los hermanos lo comentan y deciden finalmente que no. Mientras en el aparcamiento nos despedimos se van apagando luces dentro de la funeraria; quedan muy pocas.
Al día siguiente, entierro, en el pueblo. Las cosas han cambiado: lo que ayer había sido resignación, entereza e incluso buen humor, ante la inminencia del adiós físico se torna pesar, sollozo, desplome. Los familiares cercanos, en las primeras filas de la iglesia. La pena es más densa allí. En las segundas filas familia lejana, vecinos. Hay tres lecturas, la última es la de Lázaro. El padre Mauricio aún se encarga de cánticos y teclados; ya era viejo cuando yo estudiaba aquí. Entre la devota tía I. y el ateo tío M., el que más y el que menos recita las fórmulas litúrgicas con mediana convicción. Da igual, no se trata de eso. Miran fijamente al primer banco de la derecha, cómo la hija se derrumba, cómo su hermano la sostiene. Pretenden de todo corazón que con la atención de sus miradas afligidas ella sienta que están allí, que él lo mismo, "para lo que sea". En estos momentos, el sentido de la comunidad queda patente. Bendito sea.
Hace una tarde buenísima. Salir de la penumbra del templo a la luz del sol cuesta a los ojos un rato de guiños. Hay una marcha, lenta y fúnebre, y una campanilla; también, por encima, unas campanas. Las etapas del ritual deben consumarse. Algunos no pueden con ello, se apoyan en otros hombros, observan la escena de lejos, van a buscar algo al coche. El pueblo es pequeñito, una única iglesia, un único cementerio, a dos pasos uno de la otra, entre nichos y lápidas en la tierra. La comitiva, pues, apenas salió, llega. Las campanas cesan. Las gafas oscuras, a propósito de ocultar los ojos enrojecidos, vienen bien para este sol, quién lo iba a decir. Hay algún ciprés plantado para la ocasión, hay algún sauce, pero al cementerio lo rodea una formidable carballeira, con un hueco: eso es el campo de la fiesta. Alejados unos chiquillos del pueblo, que de vez en cuando callan y miran. Dos hombres con mono azul, raudos e impertérritos, se encargan de la faena manual. La mayor parte de las flores lucen lozanas en todos lados. Entre las lápidas, florecillas silvestres, pequeñas, margaritas, botones de oro. Un bicho vuela atolondrado de unas a otras. Pasa cerca del rostro y se posa en la solapa del tío P., que de un manotazo lo aplasta y se lo sacude. Otra muerte en mitad de toda esta vida.
Trajes oscuros.
Junto a la voz del cura
un perro y pájaros.
Luis Carril García