XX. Las gracias
Senda vallada.
Nada que darle
al potro que se acerca.
Era una mañana de este invierno crudo que acabamos de pasar. Mi ayudante, que es de por aquí, me había hablado antes de él.
-Ese é o paisano, Luis, do que che falei onte. (*)
Era un señor menudo, muy menudo, y parecía que sonreía continuamente. A pesar del frío vestía un simple buzo de trabajo, abierto, y por debajo un pantalón de pana y un sencillo jersey; una boina tocaba su cabeza, en los pies botas de goma. Eso era todo. Se movía muy lentamente, pero muy muy, como un reptil aletargado. Trataba de subir un carrito por una senda corta pero muy empinada, que libraba el par de metros de desnivel entre el camino de tierra y una finca. No podía. Despacio, lo intentaba una vez, y no podía. Lo intentaba otra, y el pobre señor, igualmente despacio, se iba para atrás. Paramos el coche y bajamos a ayudarle.
-A ver, patrón, que lle botamos unha man. (**)
El chico que me ayuda me había contado, en tono de asombro y reverencia, que unos días atrás camino a la obra se había encontrado a un paisano viejísimo solo por el campo, recogiendo leña. Ahora lo tenía delante. No hacía falta ser un gran fisonomista para observar que el hombrecillo pasaba de los noventa años. Hablaba claro, pero tan despacio como se movía. Iba a por hierba para cama de los animales. Al principio se resistía a aceptar la ayuda, como diciendo "no os paréis por este viejo". Pero insistimos y fue cediéndonos las asas del carretillo. Para nosotros fue cosa de coser y cantar. Le preguntamos si después podría bajar sin resbalarse, cosa que nos aseguró ya medio enfadándose en broma.
-Vale, pois daquela marchamos. Leve coidado. (***)
Él, que sin el lastre del carretillo se había encaramado sin mayor problema hasta donde estábamos, acercó lentamente sus manos hasta ponerlas sobre nuestros hombros y palmearlos, y pronunció estas sencillas palabras.
-Gracias, chavaliños.
El eco de estas palabras me acompaña desde entonces, y de vez en cuando aun lo escucho, y sienta bien. Ya en el coche, mi ayudante, un mozo sano pero con la consabida locura de juventud, emocionado, reflexionaba en voz alta sobre lo bien que se queda uno al ayudar a los que lo necesitan, con cara de "hoy he aprendido una lección". Maniobramos para volver al camino y llegar a la obra. Ahí lo dejábamos, faenando. Tanta vida habría vivido en aquellos montes que -fuera metáforas- era parte de ellos.
Luis Carril García

(*) Ése es el paisano del que te hablé ayer.
(**) A ver, patrón, que le echamos una mano.
(***) Vale, pues entonces marchamos. Lleve cuidado.