XVI. El haiku que no salió
I
Ah, sois vosotros. Os estaba esperando. Pero no os quedéis ahí, pasad, pasad. Bienvenidos a... mi taller de haiku.
Disculpad el enorme desorden. Aquí se extravían las ventajas del orden, el sentido del tiempo, la conciencia de ser civilizado, la conveniencia del aseo. Afuera no, pero aquí el haiku, por encima del haijin, es lo único que importa. Así que disculpad mis posibles faltas de cortesía como anfitrión, y el caos. Que no es tanto, como veréis. Ese es, por ejemplo, el estante de los haikus acabados. No, no es que sean los mejores, son los que no admiten más mejoras: están acabados, para bien o para mal. Mmm, no os acerquéis demasiado a ese anaquel en particular, que está cargado de vanidad -eso que se transmite por el halago, se contagia y luego se enquista. En él hay algunos haikus premiados. Si no se acerca mucho uno a ellos, ni muy a menudo, no hacen ningún daño, hasta hacen bien de vez en cuando. Pero seguidme, por favor, no son estos los haikus que quería enseñaros. Por aquí, por este pasillo, os lo ruego.
Cuidado especial con los tornos, y con los cachivaches que los rodean: cortan y pinchan. En las estanterías próximas esperan los haikus por terminar. Cuando llega su turno -cuando yo, cuando algo en mí, decide que ha llegado su turno- se colocan en los tornos. Y entonces este pobre haijin agarra esmeril, o lija, o mazo y cincel, y taja aquí y pule allá, tratando de extraer del haiku lo mejor que éste encierra dentro de sí. Pero tampoco es esto lo que quiero que veáis. Ya estamos cerca, venid conmigo, os lo ruego.
Hemos llegado, es aquí. Abro esta bodega, corro estas cortinas y aquí están: ¡los haikus que nunca han salido!
Tocones de madera informes, ya veis, nada en ellos recuerda a un haiku. No he sabido ni acercarme a ellos, ni dónde poner una mano, ni intentar una leve incisión, nada. Pero he tenido que traérmelos, todos y cada uno han querido venirse conmigo y no sé por qué. Y no sé por qué los siento tanto ni tan adentro. Por ejemplo ése, ése de ahí, el que está un poco aparte de los demás. ¿Queréis saber de dónde vino?

II
Era un Fin de Año de hace unos años. Digamos que a las nueve de la noche. Me dirigía a cenar a casa de mis padres. Hace años que he decidido no conducir por la ciudad, así que iba a pie. Tal vez no fueran las nueve, sino las diez, porque ya no había mucha gente por la calle: es de suponer que se encontraban aglutinados en torno a diversos núcleos familiares, dispuestos para la cena y la fiesta. Ello repercutía también en el escaso número de coches circulando y por tanto en el inusual y agradable silencio que reinaba en la calle. Mi trayecto discurría por el paseo marítimo en esos momentos. No soy un sentimental, pero no es fácil sustraerse a eso que han dado en llamar "el espíritu navideño" en días tales. Así que recuerdo que me encontraba -sin convicción, pero tampoco sin ofrecer resistencia- inmerso en ensoñaciones propias del momento, no recuerdo exactamente cuáles. Aparte de los tendidos de luces que discurrían por la avenida paralela al paseo, había otra decoración a mayores. Las farolas que discurrían todo a lo largo se encontraban envueltas en un algo verde que pretendía pasar por una conífera, así cada una de ellas. Ese algo verde, a su vez, estaba envuelto en dos o tres hileras de luces, con lo que el objetivo final era que cada farola imitase (con regular fortuna) a un árbol de navidad. Ya me había habituado a tal paisaje y como dije, mi espíritu se encontraba reblandecido en consonancia con el espíritu reinante en Occidente en esas épocas de dicha, hermandad, vuelve a casa vuelve, cuando de pronto, algo de verdad, vivo, real, latente, me sacó de mi trance amazapanado. Me detuve debajo de esa farola, levanté la cabeza, guiñe un poco un ojo, pero no podía ver nada, las luces de colores me lo impedían. En cambio, se escuchaba perfectamente: en algún lugar dentro de ese globo verde y destellante un mirlo lanzaba trinos, trinos y más trinos. Giré y bajé a ver si lo veía esta vez no desde la acera, sino desde el asfalto (apenas pasaban coches). Nada. Pero el tío seguía ahí, dale que te dale, a todo volumen. Con paciencia de cazador me dispuse a esperar unos minutos. Sólo quería verlo. No sé, saludarlo (lo hubiera hecho, de veras), meter baza en su letanía, silbar un poco a dúo. Un minuto, otro punto de vista, dos minutos, tres, a ver si por aquí te veo, Charlie Parker. Pues no. ¡Cómo cantas! Coge aire, macho, que te vas a asfixiar, qué portento. Cinco minutos, nada.
-Es un mirlo, ¿verdad?
Me volví, sorprendido porque alguien más en una ciudad se preocupase por una majadería de las mías, y al hacerlo me encontré una pareja de señores maduros, cogidos del ganchete, buena planta él, guapa ella, arregladitos para una probable cena, detenidos a mi lado, encantados también por el canto de nuestro amigo.
-Creo que sí -les respondí con mi mejor sonrisa. Me sentí, además, obligado a darles un informe detallado de la situación, de la farola, su ornamento, y la imposibilidad de observar en su actuación a uno de los mejores músicos de la naturaleza urbana. Me acompañaron uno o dos minutos más. Los tres tratábamos de usar los ojos, de distinguir al pájaro, pero pronto, él se concentró en el oído y extravió su mirada, pensativo, a una ventana cualquiera en donde se adivinaban preparativos de juerga. Me atreví a esbozar qué relación habría tenido ese hombre ya mayor con los mirlos a lo largo de su vida. ¿Le recordaban a su aldea, a su infancia tal vez, a algo que guardaba para sí y que nadie más sabía? A lo mejor habría cazado alguno de chaval. Ella también dejó de mirar a la farola para mirarlo a él, con ojos de "¡qué chaladiño me estás y cuánto me llevas gustando por eso todo este tiempo!". Bueno y yo, yo los miraba a los dos.
-¡Qué cosa tan bonita! -acabó por sentenciar el hombre, soltando todo el aire al pronunciar la frase, como rendido a la belleza del trino. El mejor poeta no podría haber dicho, sin pecar de rebuscado, nada que se ajustase mejor a la realidad.
Nos despedimos, reclamados por la urgencia de la hora y de la situación. Sentí que estaba abandonando una escena típica de peli ñoña de la que había sido uno de los protagonistas, y me gustó. Sonreía mientras caminaba, alejándome de la espectacular interpretación del turdus merula. Tal era su potencia, tal su frenesí, que aún tardé en dejar de oírla un buen rato.

III
La última parte del trayecto era en bus. De por sí, la parada quedaba algo lejos de mi casa, pero es que además, preso de la ilusión, me detenía cada pocos pasos para escribir en mi libretita bien notas, bien esbozos de cinco sílabas, bien de siete. Ya en el asiento del bus la cosa se complicó: no salía nada concluyente. "Es la emoción", pensé, "no hay duda de que aquí hay un buen haiku". Llegado al domicilio paterno olvidé la libretita y me puse a comer, beber, reír y cantar, que a eso iba. Ya habría tiempo de ocuparse de haikus mañana, si la resaca lo permitía, o pasado mañana, si no.
De esto hace varios años. Como ya os habréis imaginado el haiku no salió nunca -si no, esta historia no tendría sentido-. Se quedó allí, al calor de una farola, oculto entre unos adornos navideños, y luego nuestro mirlo se lo llevaría con él Dios sabe a dónde y para qué lo querría.
Este tocón de madera informe me emociona más que la mayoría de esas tallas. Dentro guarda (yo sé que ya para siempre) un haiku precioso. Podría cedérselo a un haijin más hábil, a ver qué puede hacer con él, pero no creo que sirviese de nada. No sé si son los haikus los que escogen a su haijin, pero estoy seguro de que el haijin no escoge sus haikus; lo más probable es que haiku y haijin coincidan, sencillamente. Nochevieja, farola, adornitos, ave cantora y señores gentiles dieron conmigo. Y no ha sido sino de este modo como he podido contar su historia.
Os pido de nuevo perdón por este desastre y por mi despiste, que como invitados estaréis soportando; sólo podría ofreceros un té, pero siempre me olvido de comprar y las bolsitas que tengo por aquí ya son de hace tiempo, y se han llenado de unos bichitos minúsculos que trae la humedad. Mmmm, esperad un momento, ¿eso no tiene un haiku?
Luis Carril García