VII. El nombre y los apellidos
En casa no tenemos Internet. Me encaminé a uno de esos lugares que se han dado en llamar "cíber". Cuando llegué, pagué la fracción mínima y la dependienta me asignó el equipo número 5. Según me voy acercando a él veo que en el ordenador contiguo está sentada una chica. No creo que tenga 30 años. Su vestimenta es un tanto provocativa, un tanto deportiva y un tanto desangelada. Su físico es algo hombruno, pero no exento de atractivo. Mi llegada la ha sorprendido y me mira un rato, luego vuelve a atender a su pantalla. Enciendo mi ordenador, entro en una página de compra-venta de objetos usados. Es la primera vez que lo hago, me siento torpe. Mientras se carga la página observo por el rabillo del ojo que mi vecina está manteniendo una videoconferencia con un chico que lleva gorra de béisbol y tatuajes. Tienen auriculares y a él no lo oigo, pero ella habla demasiado alto, tal vez porque la conexión no es muy buena. También repite varias veces lo último que dice. Me entero de toda su parte de la conversación. Por un momento trato de imaginar la mitad de la conversación que falta, y también un poco la parte anterior a que yo llegase. En la página de compra-venta las instrucciones son confusas. Claves, códigos, altas, descargas, números de cuenta. Lo de siempre. Yo sólo quiero desprenderme de este lote de libros, el que traigo en la mochila. He traspasado esa cifra de libros que ya no podré acabar. Me quedaré solo con los libros que me dé tiempo a leer en una vida. Se gustan, da la impresión. Sí, se gustan. Se lo hacen saber el uno al otro sin ir demasiado lejos pero tampoco sin quedarse demasiado cortos. Lo de siempre también. Es una nueva manera de relacionarse, parece, acorde con el signo de los tiempos. Tiempos ansiosos en los que toda necesidad debe satisfacerse de inmediato. Y si el instrumento de satisfacción es barato y desechable, mejor. Con los elementos recopilados considero que tengo suficiente: categorizo a mi compañera de cíber como a una más de esas personas a la búsqueda de satisfacciones inmediatas. Trato de configurar. Trato de seleccionar. Trato de contraseñar. Trato de contraseñas confirmar. Trato solamente de vender unos libros, ¡por Dios! Trato de ser bueno con los individuos cuyo nombre y apellidos conozco. Y sin embargo, cuando pasan de uno, tres o seis a ser treinta, veinticinco mil, diez millones, me transformo en un misántropo implacable y atroz. Un cascarrabias, un iracundo, un pesimista cuya única esperanza frente a la masa tediosa es que de vez en cuando alguien se desmarca de ella y viene y se me acerca y me quita deliciosamente la razón.
Me doy por vencido. Pertenezco al siglo XX, eso es un triste hecho. Poco a poco me va interesando más que vender los libros la conversación de la chica. Más atento ya, escucho sus frases sencillas. Un poco más. Sí, diría que hasta cándidas. No parecen responder a ninguna estrategia de seducción que yo conozca, parecen sinceras. Percibo un poso de inocencia en su tono que no esperaba. Y ahora reparo en que, a pesar de su aspecto marginal, ella no pronuncia una sola palabra malsonante en toda la conversación. Esto me llama ya poderosamente la atención y hace que afloje el nudo de prejuicios con el que la había atado. Manejo el ratón pinchando aquí y allá, al azar, para que parezca que estoy haciendo algo. Él es de Jerez. Ella tiene un compañero de trabajo que es de Jerez. No, no. Solo compañero. En la hostelería, los dos. Eso sí, muy simpático. ¿Todos los de Jerez sois así de simpáticos? Yo también tengo un piercing, aquí en la nariz, ¿lo ves? No, tatuajes no, no me gustan. Para mí, ¿eh?; los tuyos me parecen muy chulos. No, si no me río de ti, si yo estoy así todo el día. Un momento, es mi entrenador, en otra página. No, no, tranquilo, que a él ya lo veo todos los días. A lo mejor algún día tenemos un campeonato en Jerez... Boxeo.
sin la costumbre
de encajar los piropos,
la boxeadora
De verdad que no me río de ti, son unos niños que están montando jaleo aquí detrás.¡Cómo voy a hacerles eso, hombre! ¿Qué? Nooooooo ¡Qué voy a ser peligrosa, si yo soy muuuuuy bueniña! Ja, ja, ja...
Se me acaba el tiempo y se me apaga el ordenador. Me levanto y miro a chica y chico por última vez antes de darme la vuelta. Míralos, ahí se quedan, riendo. A estas alturas ya no tengo dudas de que ella es muy bueniña. Abandono el local, avergonzado por mis prejuicios pero contento porque cuando me equivoco con ellos es que el mundo es algo mejor de lo que pensaba. Me gustaría saber su nombre y sus apellidos. Ojalá compita en Jerez. Me ha puesto una sonrisa en la cara, en la superficie de la cara, pero que viene de muy profundo. Falta me va a hacer. La mochila pesa mucho y la biblioteca a la que voy a donar los libros queda un poco lejos y cuesta arriba.
Luis Carril García