III. Uni
Si pudieseis observar esta ciudad a vista de pájaro veríais que tiene forma de lente biconvexa: una isla unida al continente por una lengua de tierra, a la que se suma el terreno ganado al mar por la mano del hombre. Si nos acercamos un poco más, podremos comprobar que el extremo de la lente más adentrado en las aguas está coronado por un promontorio recubierto de un caótico tapiz de hormigón y asfalto, que por las noches ilumina con su luz intermitente el faro romano en funcionamiento más antiguo del mundo.
Si seguimos acercándonos, ya tanto como para tomar tierra, podremos caminar sobre las calles del barrio que comprende la elevación, a las que en verano la brisa sube desde el mar olor a sal. Es fácil imaginarse su historia. En todas las ciudades de tamaño mediano hay barrios así. En su día sería como el patio de atrás de la ciudad, urbanizado mal y deprisa para hacer frente a una marea de exiliados rurales a mediados del siglo anterior. Aparte del faro y su entorno y de la antigua cárcel pendiente de reconvertirse en un museo todavía no se sabe de qué, no hay edificios institucionales, no hay grandes bancos, no hay un solo monumento, apenas parques. Y a menudo hace viento. A veces mucho viento. Si consideramos el barrio por trocitos me atrevo a decir que no es bonito. Sin embargo, en conjunto, posee un encanto indiscutible. De pronto, puede suceder que al doblar una esquina, uno tal vez se encuentre aún con una escena típica de pueblo, como por ejemplo dos señoras mayores que mientras charlan sentadas en banquetas frente al portal de su casa, ponen las piernas al sol. O en mitad de dos moles de ladrillo casitas de planta baja con su huerta y todo. Todavía hay tiendas de barrio en donde saben cómo te llamas, y en donde se hacen cosas hoy tan raras -en estos tiempos de usar y tirar- como reparar paraguas, o vender botones sueltos. Su acento y sus expresiones con frecuencia se exportan al resto de la ciudad, y su gente acostumbra a exhibir su pertenencia al barrio como gentilicio, y los hombres, además, como un motivo de peso para zanjar las discusiones de bar: "¡cho digo eu, que son de Monte Alto!" ("¡te lo digo yo, que soy de Monte Alto!").
Se diría que como compensación por haber surgido de un caos urbanístico, Monte Alto alberga numerosos pequeños rinconcitos mágicos, frutos de ese mismo caos, o del azar, o de las dos cosas, o del buen gusto de un vecino en particular, o del mal gusto; rincones que jamás podrán ser concebidos en el mejor y más afamado estudio de arquitectura, porque, a día de hoy, la magia todavía no puede ser diseñada.
Uno de esos rincones es un bar. Se llama Uni. La dueña llama también Uni al dueño (me pregunto de qué nombre será diminutivo Uni, qué apelativo disminuirá, ¿Unicornio? ¿Universo? ¿Unidad de Hostelería XGT-28?). Aunque de planta muy pequeña y muy estrecha, tiene dos pisos. En el de abajo está todo el mundo, exceptuando los usuarios de entre quince y veinte años, que están, invariablemente y ellos solitos, en el de arriba. En este bar, como en pocos ya, el café sabe a café, cocinan la señora y la madre de la señora unas tapas riquísimas, y los clientes, si son hombres, zanjan sus discusiones con un oportuno "cho-digo-eu-que-son-de-Monte-Alto". El local está situado en una cuesta muy pronunciada, que da a otra cuesta muy pronunciada, que quizá -estoy haciendo memoria- dé a otra, o a otras dos o tres cuestas muy pronunciadas de nuevo, no olvidemos que estamos en Monte Alto. El caso (la magia) es que, dada su escasa superficie, no es posible no estar volcado, no estar asomado, desde cualquiera de sus pocas mesas, a una ventana al mar; y el cliente que a veces soy siente que está suspendido sobre el vacío, y que el mismísimo vacío está suspendido a su vez sobre esa imponente masa azul, que imperceptiblemente, que indiscutiblemente, que incansablemente, con pasos lentos y colosales entra y sale de la bahía (mera curva convexa en estos momentos en el ojo de alguna gaviota).
café con leche
una ventana entera
la ocupa el mar
tarde de fútbol
de espaldas al Atlántico
la clientela
un forastero
contempla el mar, el resto
acostumbrados
Luis Carril García